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DE CAJAMARCA AL PACIFICO
ALEXANDER VON HUMBOLDT
El estrecho camino de Micuipampa a la antigua ciudad incaica de
Cajamarca, resulta difícil hasta para las bestias de carga. El nombre
original de la ciudad era Cassamarca o Kazarnarca, esto es, la ciudad
de las heladas. Marca, en su significación de villa, pertenece al dialecto
norteño chinchaysuyo o chinchasuyu, mientras que en el idioma que-
chua corriente puede significar planta de una casa o también protector
o fiador. Durante cinco o seis horas atravesamos una serie de páramos,
donde estuvimos expuestos casi sin interrupción a la furia de las tem-
pestades y a ese granizo de cantos filosos, tan característico de las
cumbres andinas. El camino se mantiene a una altura de 2.920 a 3.250
m. y me dio ocasión para practicar una observación magnética de inte-
rés común, relacionada con la determinación del punto en el cual la
inclinación norte de la aguja pasa a la inclinación sud, o sea en el cual
el Ecuador magnético era atravesado por los viajeros. Cuando se alcan-
za por fin la última de esas selvas de montaña, del Páramo de jana-
guanga, la mirada se explaya gozosa por el feraz Sivalle de Cajamarca.
El panorama es estupendo, pues el valle por el cual serpentea un riacho
forma una meseta ovalada de una superficie de 330 a 385 km². Es
parecida a la meseta de Bogotá y quizá al igual que ella, sea el fondo
de un antiguo lago. Allí sólo hace falta el mito del hechicero. Botschi-
ka o Idacanzas, el sumo sacerdote de Iraca que abrió una brecha en las
rocas para dar salida a las aguas de Tequendama. Cajamarca se en-
cuentra a una altura superior en 200 metros a la de Santa Fe de Bogotá
y por lo tanto similar a la de Quito, pero por estar protegida en derredor
por montañas tiene un clima mucho más moderado y agradable. El
suelo es de una magnífica fertilidad. Lo cubren sembradíos y huertos,
alamedas de sauces, variedades de daturas de grandes flores rojo san-
gre, blancas y amarillas, mimosas y hermosos árboles de quinua. El
trigo produce en la Pampa de Cajamarca un promedio de 15 a 2o
quintales, pero a veces las heladas nocturnas que origina el cielo sin
nubes en los delgados y secos estratos de la atmósfera de montaña y
que no se notan en las viviendas techadas, frustran la esperanza de
ricas cosechas.
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Pequeñas cimas de pórfido (tal vez en otros tiempos islas de un
antiguo lago aún no agotado) se elevan en la parte norte de la planicie e
interrumpen yacimientos de arenisca de vasta extensión. Desde lo alto
de una de estas cimas de pórfido, en el Cerro de Santa Polonia, disfru-
tamos de un panorama encantador. La antigua residencia de Atahualpa
está rodeada por este lado de huertos y alfalfares regados a la manera
de praderas. A lo lejos, se ven ascender por el aire las columnas de
humo de los baños termales de Pultamarca, que aún hoy llevan el nom-
bre de Baños del loca. Comprobé que la temperatura de estas fuentes
sulfurosas era de 69
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C. Atahualpa pasaba parte del año en los baños,
donde algunos endebles restos de su palacio lograron resistir el vanda-
lismo de los conquistadores.
Por su regular forma circular, la grande y profunda pileta (el tra-
gadero) me dio la impresión de haber sido tallada artificialmente en la
roca, sobre una de las grietas de la fuente. Según la tradición se habría
hundido en ella una de las doradas sillas de mano, la cual fue buscada
en vano.
En la cuidad, adornada por bellas iglesias, también se han conser-
vado sólo restos insignificantes del castillo y del palacio de Atahualpa.
El furor alimentado por la sed del oro con que a fines del siglo XVI se
derribaron muros y debilitaron desaprensivamente los chimentos de
todas las viviendas en busca de tesoros enterrados, aceleró la destruc-
ción. El palacio del Inca se levantaba sobre una colina de pórfido.
Originalmente, fue explotada y excavada a tal punto en la superficie
(es decir, en las salientes de los estratos rocosos que rodeaba a la resi-
dencia principal casi corno una muralla. Sobre parte de las ruinas se ha
erigido una prisión municipal y la Casa del Cabildo. Estas ruinas son
aún las mejor conservadas, pero si¡ altura no alcanza sino unos cuatro a
cinco metros frente al convento de San Francisco. Como se puede
observar en la casa del cacique, constan de sillares bien labrados de
sesenta a noventa cm de largo superpuestos sin empleo de argamasa, al
igual que en el Inca-Pilca o Castillo fortificado del Cañar en la meseta
de Quito.
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En las rocas de pófido aparece excavado un pozo que otrora con-
ducía a aposentos subterráneos y a una galería, de la cual se asegura
llevaba hasta la otra colina de pórfido ya mencionada, la de Santa Po-
lonia. Estos dispositivos indican que se tomaban previsiones para los
tiempos de guerra y, asegurar la huida. Además, enterrar tesoros siem-
pre fue una costumbre muy difundida en el antiguo Perú.
Todavía se encuentran debajo de muchas viviendas de Cajamarca,
camaras subterráneas.
Nos mostraron gradas cavadas en la roca y el llamado Pediluvio
del Inci. Este lavadero de los pies del soberano era acompañado por
molestas ceremonias cortesanas. Los edificios contiguos, según la
tradición destinados a la servidumbre del Inca, también estaban cons-
truidos en parte con sillares y provistos de fachada, y en parte con
ladrillos bien moldeados, unidos con un cemento combinado con guija-
rros (muros y obra de talla). En la construcción de las últimas aparecen
vigas abovedadas (ahuecamientos murales), de cuya antigüedad dudé
por mucho tiempo, aunque injustamente.
En el edificio principal se muestra a los visitantes el recinto don-
de el infortunado Atahualpa fije mantenido prisionero durante nueve
meses a contar de noviembre de 1532; asimismo, el muro en el cual
hizo la marca hasta donde llenaría de oro ese recinto si lo liberaban.
Jerez en su obra –La conquista del Perú" que nos conservó Barcia,
Hernando Pizarro en sus cartas y, otros escritores de aquella época
indican distintas alturas. El atormentado príncipe dijo: -El oro en ba-
rras, planchas y recipientes se apilan, hasta donde alcance con la mano-
. Según Jerez las medidas del recinto mismo habrían sido de siete me-
tros de largo por cinco a seis metros de ancho. Garcilaso de la Vega,
quien salió del Perú en 1560 cuando contaba veinte años de edad, esti-
ma en 3.838.000 ducados de oro los tesoros de los Templos del Sol de
Cuzco, Huaylas, Huamachuco y Pachacamac reunidos hasta el 29 de
agosto de 1533, aciago día en que fue sacrificado el Inca.
En la capilla de la prisión municipal, construida sobre las ruinas
del palacio inca, se muestra a los crédulos horrorizados la piedra den la
cual aparecen “manchas de sangre imborrables”. Se trata de una losa
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muy fina de unos cuatro metros de largo emplazada frente Sal altar,
cortada quizá en las canteras de pórfido o traquita de los alrededores.
No está permitido realizar un examen exacto de la piedra mediante
fracturas. Las tres o cuatro manchas en cuestión parecen provenir de
una concentración de hornblenda o anfíbol en la masa básica de la
roca. A pesar de haber visitado Perú cien años después de la toma de
Cajamarca, el licenciado Fernando Montesinos difundió la fábula se-
gún la cual Atahualpa habría sido decapitado en la prisión y en el lugar
de la ejecución habrían quedado las huellas de su sangre. Lo que es
indiscutible y ha sido corroborado por muchos testigos oculares es que
el Inca engañado, aceptó voluntariamente ser bautizado con el nombre
de Juan de Atahualpa por su fanático e infante perseguidor, el monje
dominico Vicente de Valverde, para evitar ser quemado vivo en la
hoguera.
Su ejecución se realizó a cielo abierto, públicamente y en el ga-
rrote por estrangulación. Otra leyenda dice que sobre la piedra donde
se consumó la ejecución se erigió una capilla y debajo de ella descansa
el cuerpo de Atahualpa. Quedarían entonces sin explicación las man-
chas de sangre. Sin embargo, el cadáver jamás yació bajo esa piedra.
Después de una misa de difuntos y solemnes honras fúnebres a las que
asistieron los hermanos Pizarro con ropas de luto, fue enterrado en el
cementerio del Convento de San Francisco y más tarde trasladado a
Quito, ciudad natal de Atahualpa. Este traslado se hizo atendiendo a la
última voluntad del Inca agonizante. Impulsado por su astucia y sus
ambiciones políticas, el enemigo personal del Inca, el desalmado Ru-
miñaui (rumi=piedra; ñaui=ojo, en quechua) llamado así a raíz de tener
un ojo desfigurado por una verruga, organizó en Quito un entierro
solemne.
En Cajamarca, entre los tristes restos arquitectónicos de un an-
tiguo esplendor desaparecido viven los descendientes del monarca.
Es la familia de Astorpilco, el cacique indio o curaca según el
idioma quechua. Esta familia vive en una gran pobreza, pero sin penu-
rias, sin quejas, llena de resignación en una dura e inocente fatalidad.
En Cajarnarca, nadie pone en duda su descendencia de Atahualpa por
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