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Alvar Nuñez Cabeza de Vaca
NAUFRAGIOS
CAPITULO PRIMERO
En que cuenta cuándo partió el armada, y los oficiales y gente que en ella iba.
A 17 dÃas del mes de junio de 1527, partió del puerto de Sant Lúcar de Barrameda el gobernador Pánfilo
de Narváez, con poder y mandado, de Vuestra Majestad para conquistar y gobernar las provincias que están
desde el rÃo de las Palmas hasta el cabo de la Florida, las cuales son en Tierra Firme; y la armada que lleva-
ba eran cinco navÃos, en los cuales, poco mas o menos, irÃan seiscientos hombres. Los oficiales que llevaba
(porque de ellos se ha de hacer mención) eran estos que aquà se nombran: Cabeza de Vaca, por tesorero y
por alguacil mayor; Alfonso Enriquez, contador; Alonso de Solis, por factor de Vuestra Majestad y por
veedor; iba un fraile de la Orden de Sant Francisco por comisario, que se llamaba fray Juan Suárez, con
otros cuatro frailes de la misma Orden. Llegamos a la isla de Santo Domingo, donde estuvimos casi cuaren-
ta y cinco dÃas, proveyéndonos de algunas cosas necesarias, señaladamente de caballos. Aquà nos faltaron
de nuestra armada mas de ciento y cuarenta hombres, que se quisieron quedar allà , por los partidos y pro-
mesas que los de la tierra hicieron. De allà partimos y llegamos a Santiago (que es puerto en la isla de Cu-
ba), donde en algunos dÃas que estuvimos, el gobernador se rehizo de gente, de armas y de caballos. Suce-
dió allà que un gentilhombre que se llamaba Vasco Porcalle vecino de la villa de la Trinidad, que es la
misma isla, ofreció de dar al gobernador ciertos bastimentos que tenÃa en la Trinidad, que es cien leguas del
dicho puerto de Santiago. El gobernador, con toda la armada, partió para allá; mas llegados a un puerto que
se dice Cabo de Santa Cruz, que es mitad del camino, parescióle que era bien esperar allà y enviar un navÃo
que trajese aquellos bastimentos; y para esto mandó a un capitán Pantoja que fuese allà con su navÃo, y que
yo, para más seguridad, fuese con él, y él quedó por cuatro navÃos, porque en la isla de Santo Domingo
habÃa comprado un otro navÃo. Llegados con estos dos navÃos al puerto de la Trinidad, el capitán Pantoja
fue con Vasco Porcalle a la villa, que es una legua de allÃ, para rescebir los bastimentos; yo quedé en la mar
con los pilotos, los cuales nos dijeron que con la mayor presteza que pudiéramos nos despachásemos de allÃ
, porque aquél era un mal puerto y se solÃan perder muchos navÃos en él; y porque lo que allà nos sucedió
fue cosa muy señalada, me pareció que no serÃa fuera del propósito y fin con que yo quise escribir este
camino, contarla aquÃ. Otro dÃa, de mañana, comenzó el tiempo a dar no buena señal, porque comenzó a
llover, y el mar iba arreciando tanto, que aunque yo dà licencia a la gente que saliese a tierra, como ellos
vieron el tiempo que hacÃa y que la villa estaba de allà una legua, por no estar al agua y frÃo que hacÃa, mu-
chos se volvieron al navÃo. En esto vino una canoa de la villa, en que me traÃan una carta de un vecino de la
villa, rogándome que me fuese allá y que me darÃan los bastimentos que hubiese y necesarios fuesen: de lo
cual yo me excusé diciendo que no podÃa dejar los navÃos. A mediodÃa volvió la canoa con otra carta, en
que con mucha importunidad pedÃan lo mismo, y traÃan un caballo en que fuese; yo dà la misma respuesta
que primero habÃa dado, diciendo que no dejarÃa los navÃos, mas los pilotos y la gente me rogaron mucho
que fuese, porque diese priesa que los bastimentos se trujese lo mas presto que pudiese ser, porque nos
partiésemos, luego de allÃ, donde ellos estaban con gran temor que los navÃos se habÃan de perder si allÃ
estuviesen mucho. Por esta razón yo determiné de ir a la villa, aunqée primero que fuese dejé proveÃdo y
mandado a los pilotos que si el Sur, con que allà suelen perderse muchas veces los navÃos, ventase y se
viesen en mucho peligro, diesen con los navÃos de través y en parte que se salvase la gente y los caballos; y
con esto yo salÃ, aunque quise sacar algunos conmigo, por ir en mi compañÃa, los cuales no quisieron salir,
diciendo que hacÃa mucha agua y frÃo y la villa estaba muy lejos; que otro dÃa, que era domingo, saldrÃan
con el ayuda de Dios, a oÃr misa. A una hora después de yo salido la mar comenzó a venir muy brava, y el
norte fue tan recio que ni los bateles osaron salir a tierra, ni pudieron dar en ninguna manera con los navÃos
al través por ser el viento por la proa; de suerte que con muy gran trabajo, con dos tiempos contrarios y
mucha agua que hacÃa, estuvieron aquel dÃa y el domingo hasta la noche. A estar hora el agua y la tempes-
tad comenzó a crecer tanto, que no menos tormenta habÃa en el pueblo que en la mar, porque todas las casas
y iglesias se cayeron, y era necesario que anduviésemos siete u ocho hombres abrazados unos con otros
para podernos amparar que el viento no nos llevase; y andando entre los árboles, no menos temor tenÃamos
de ellos que de las casas, porque como ellos también caÃan, no nos matasen debajo. En esta tempestad y
peligro anduvimos toda la noche, sin hallar parte ni lugar donde media hora pudiésemos estar seguros.
Andando en esto, oÃmos toda la noche, especialmente desde el medio de ella, mucho estruendo y grande
ruido de voces, y gran sonido de cascabeles y de flautas y tamborinos y otros instrumentos, que duraron
hasta la mañana, que la tormenta cesó. En estas partes nunca otra cosa tan medrosa se vio; yo hice una
probana de ello, cuyo testimonio envié a Vuestra Majestad. El lunes por la mañana bajamos al puerto y no
hallamos los navÃos; vimos las boyas de ellos en el agua, adonde conocimos ser perdidos, y anduvimos por
la costa por ver si hallarÃamos alguna cosa de ellos; y como ninguno hallásemos, metÃmonos por los mon-
tes, y andando por ellos un cuarto de legua de agua, hallamos la barquilla de un navÃo puesta sobre unos
árboles, y diez leguas de allÃ, por la costa, se hallaron dos personas de mi navÃo y ciertas tapas de cajas, y
las personas tan desfiguradas de los golpes de las peñas, que no se podÃan conoscer; halláronse también una
capa y una colcha hecha pedazos, y ninguna otra cosa paresció. Perdiéronse en los navÃos sesenta personas
y veinte caballos. Los que habÃan salido a tierra el dÃa que los navÃos allà llegaron, que serÃan hasta treinta,
quedaron de los que en ambos navÃos habÃa. Asà estuvimos algunos dÃas con mucho trabajo y necesidad,
porque la provisión y mantenimientos que el pueblo tenÃa se perdieron y algunos ganados; la tierra quedó
tal, que era gran lástima verla: caÃdos los árboles, quemados los montes, todos sin hojas ni yerbas. AsÃ
pasamos hasta cinco dÃas del mes de noviembre, que llegó el gobernador con sus cuatro navÃos, que tam-
bién habÃan pasado gran tormenta y también habÃan escapado por haberse metido con tiempo en parte segu-
ra. La gente que en ellos traÃa, y la que allà halló, estaban tan atemorizados de lo pasado, que temÃan mucho
tornarse a embarcar en invierno, y rogaron al gobernador que lo pasase allà y él, vista su voluntad y la de
los vecinos, invernó allà . Dióme a mà cargo de los navÃos y de la gente paraque me fuese con ellos a inven-
tar al puerto de Xagua, que es doce leguas de allà , donde estuve hasta t0 dÃas del mes de hebrero.
CAPITULO II
Cómo el gobernador vino al puerto de Xagua y trujo consigo a un piloto
En este tiempo llegó allà el gobernador con un bergantÃn que en la Trinidad compró, y traÃa consigo un
piloto que se llamaba Miruelo; habÃalo tomado porque decÃa que sabÃa y habÃa estado en el rÃo de las Pal-
mas, y era muy buen piloto de toda la costa del Norte. Dejaba también comprado otro navÃo en la costa de
la Habana, en el cual quedaba por capitan Alvaro de la Cerda, con cuarenta hombres y doce de caballo; y
dos dÃas después que llegó el gobernador, se embarcó, y la gente que llevaba eran cuatrocientos hombres y
ochenta caballos en cuatro navÃos y un bergantÃn. El piloto que de nuevo habÃamos tomado metió los navÃos
por los bajÃos que dicen de Canarreo, de manera que otro dÃa dimos en seco, y asà estuvimos quince dÃas,
tocando muchas veces las quillas de los navÃos en seco, al cabo de los cuales, una tormenta del Sur metió
tanta agua en los bajÃos, que pudimos salir, aunque no sin mucho peligro. Partimos de aquà y llegados a
Guaniguanico, nos tomó otra tormenta, que estuvimos a tiempo de perdernos. A cabo de Corrientes tuvi-
mos otra, donde estuvimos tres dÃas; pasados éstos, doblamos el cabo de Sant Antón, y anduvimos con
tiempo contrario hasta llegar a doce leguas de la Habana; y estando otro dÃa para entrar en ella, nos tomó un
tiempo de sur que nos apartó de la tierra, y atravesamos por la costa de la Florida y llegamos a la tierra
martes l1 dÃas del mes de abril, y fuimos costeando la vÃa de la Florida; y Jueves Santo, surgimos en la
mismarcosta, en la boca de una bahÃa, al cabo de la cual vimos ciertas casas y habitaciones de indios.
CAPITULO III
Cómo llegamos a la Florida
En este mismo dÃa salió el contador Alonso EnrÃquez y se puso en una isla que esta en la misma bahÃa y
llamó a los indios, los cuales vinieron y estuvieron con él buen pedazo de tiempo, y por vÃa de rescate le
dieron pescado yalgunos pedazos de carne de venado. Otro dÃa siguiente, que era Viernes Santo, el gober-
nador se desembarcó con la más gente que en los bateles que traÃa pudo sacar, y como llegamos a los buhÃ-
os o casas que habÃamos visto de los indios, hallémoslas desamparadas y solas, porque la gente se habÃa ido
aquella noche en sus canoas. El uno de aquellos buhÃos era muy grande, que cabrÃan en él mas de trescien-
tas personas; los otros eran mus pequeños, y hallamos allà una sonaja de oro entre las redes. Otro dÃa el
gobernador levantó pendones por Vuestra Majestad y tomó la posesión de la tierra en su real nombre, pre-
sentó sus provisiones y fue obedescido por gobernador, como Vuestra Majestad lo mandaba. Asimismo
presentamos nosotros las nuestras ante él, y él las obedesció como en ellas se contenÃa. Luego mandó que
toda la otra gente desembarcase y los caballos que habÃan quedado, que eran mas de cuarenta y dos, porque
los demás, con las grandes tormentas y mucho tiempo que habÃan andado por la mar,eran muertos; y estos
pocos que quedaron estaban tan flacos y fatigados, que por el presente poco provecho podimos tener de
ellos. Otro dÃa los indios de aquel pueblo vinieron a nosotros, y aunque nos hablaron, como nosotros note-
nÃamos lengua, no los entendÃamos; mas hacÃannos muchas señas y amenazas,y nos paresció que nos decÃan
que nos fuésemos de la tierra, y con esto nosdejaron, sin que nos hiciesen ningun impedimento, y ellos se
fueron.
CAPITULO IV
Como entramos por la tierra
Otro dÃa adelante el gobernador acordó de entrar por la tierra, por descubrirla y ver lo que en ella habÃa.
FuÃmonos con él el comisario y el veedor yyo, con cuarenta hombres, y entre ellos seis de caballo, de los
cuales poconos podÃamos aprovechar. Llevamos la vÃa del Norte hasta que a hora de vÃsperas llegamos a
una bahÃa muy grande, que nos paresció que entraba mucho por la tierra; quedamos allà aquella noche, y
otro dÃa nos volvimos donde los navÃos y gente estaban. El gobernador mandó que el bergantÃn fuese cos-
teando la vÃa de la Florida, y buscase el puerto que Miruelo el piloto habÃa dicho que sabÃa; mas ya él lo
habÃa errado, y no sabÃa en que parte estábamos, ni adonde era el puerto; y fuéle mandado al bergantÃn que
si no lo hallase, travesase a la Habana, y buscase el navÃo que Arevalo de la Cerda tenÃa, y tomados algunos
bastimentos, nos viniesen a buscar. Partido el bergantÃn, tornamos a entrar en la tierra los mismos que pri-
mero, con alguna gente más, y costeamos la bahÃa que habÃamos hallado; y andadas cuatro leguas, tomamos
cuatro indios, y mostrémosles maÃz para ver si le conocÃan, porque hasta entonces no habÃamos visto señal
de él. Ellos nos dijeron que nos llevarÃan donde lo habÃa;y asÃ, nos llevaron a su pueblo, que es al cabo de la
bahÃa, cerca de allà , y en él nos mostraron un poco de maÃz, que aún no estaba para cogerse. Allà hallamos
muchas cajas de mercaderes de Castilla, y en cada una de ellas estaba un cuerpo de hombre muerto, y los
cuerpos cubiertos con unos cueros de venados pintados. Al comisario le paresció que esto era especie de
idolatrÃa y quemó las cajas con los cuerpos. Hallamos también pedazos de lienzo y de paño, y penachos que
parecÃan de la Nueva España; hallamos también muestras de oro. Por señas preguntamos a los indios de
adonde habÃan habido aquellas cosas; senaláronnos que muy lejos de allà habÃa una provincia que se decÃa
Apalache, en la cual habÃa mucho oro, y hacÃan seña de haber muy gran cantidad de todo lo que nosotros
estimamos en algo. DecÃan que en Apalache habÃa mucho, y tomando aquellos indios por guÃa, partimos de
allà ; y andadas diez o doce leguas, hallamos otro pueblo de quince casas, donde habÃa buen pedazo de maÃz
sembrado, que ya estaba para cogerse, y también hallamos algunos que estaba ya seco; y después de dos
dÃas que allà estuvimos, nos volvimos donde el contador y la gente y navÃos estaban, y contamos al conta-
dor y pilotos lo que habÃamos visto, y las nuevas que los indios nos habÃan dado. Y otro dÃa, que fue l de
mayo, el gobernador llamó aparte al comisario y al contador y al veedor y a mÃ, y a un marinero que se
llamaba Bartolomé Fernandez, y a un escribano que se decÃa Jerónimo de Alaniz, y asà juntos, nos dijo que
tenÃa en voluntad de entrar por la tierra adentro, y los navÃos se fuesen costeando hasta que llegasen al
puerto, y que los pilotos decÃan y creÃan que yendo la vÃade las Palmas estaban muy cerca de allà ; y sobre
esto nos rogó le diósemosnuestro parecer. Yo respondÃa que me parescÃa que por ninguna manera debÃa
dejar los navÃos sin que primero quedasen en puerto seguro y poblado, y que mirase que los pilotos no
andaban ciertos, ni se afirmaban en una misma cosa, ni sabÃan a que parte estaban; y que allende de esto,
los caballos no estaban para que en ninguna necesidad que se ofresciese nos pu diósemos aprovechar de
ellos; y que sobre todo esto, ibamos mudos y sin lengua, por donde mal nos podÃamos entender con los
indios, ni saber lo que de la tierra querÃamos, y que entrábamospor tierra de que ninguna relación tenÃamos,
ni sabÃamos de que suerte era,ni lo que en ella habÃa, ni de que gente estaba poblada, ni a qué parte de ella
estábamos; y que sobre todo esto, no tenÃamos bastimentos para entrar adonde nó sabÃamos; porque, visto
lo que en los navÃos habÃa, no se podÃa dara cada hombre de ración para entrar por la tierra, más de una
libra de bizcocho y otra de tocino, y que mi parescer era que se debÃa embarcar y ir a buscar puerto y tierra
que fuese mejor para poblar, pues la que habÃamos visto, en si era tan despoblada y tan pobre, cuanto nunca
en aquellas partes se habÃa hallado. Al comisario le paresció todo lo contrario, diciendo que no se habÃa
deembarcar, sino que, yendo siempre hacÃa la costa, fuesen en busca del puerto, pues los pilotos decÃan que
no estarÃa sino diez o quince leguas de allà la vÃa de Pánuco, y que no era posible, yendo siempre a la costa,
que no topásemos con él, porque decÃan que entraba doce leguas adentro por la tierra, y que los primeros
que lo hallasen, esperasen allà a los otros, y que embarcarse era tentar a Dios, pues desque partimos de
Castilla tantos trabajos habÃamos pasado, tantas tormentas, tantas pérdidas de navÃos, y de gente habÃamos
tenido hasta llegar allÃ; y que por estas razones él se debÃa de ir por luengo de costa hasta llegar al puerto, y
que los otros navÃos, con la otra gente, se irÃan a la misma vÃa hasta llegar al mismo puerto. A todos los que
allà estaban paresció bien que esto se hiciese asÃ, salvo al escribano, Que dijo que primero que desamparase
los navÃos, los debÃa de dejar en puerto conoscido y seguro, y en parte que fuese poblada; que esto hecho,
podrÃa entrar por la tierra adentro y hacer lo que le paresciese. El gobernador siguió su parescer y lo que los
otros le aconsejaban. Yo, vista su determinación, requerlle de parte de Vuestra Majestad que no dejase los
navÃos sin que quedasen en puerto y seguros, yé asà lo pedà por testimonio al escribano que allà tenÃamos. El
respondió que, pues él se conformaba con el parescer de los más de los otros oficiales y comisario, que yo
no era parte para hacerle estos requerimientos, y pidió al escribano le diese por testimonio cómo por no
haber en aquella tierra mantenimientos para poder poblar, ni puerto para los navÃos, levantaba el pueblo que
allà habÃa asentado, y iba con él en busca del puerto y de tierra que fuese mejor; y luego mandó apercibir la
gente que habÃa de ir por él; y después de esto proveÃdo, en presencia de los que allà estaban, me dijo que,
pues yo tanto estorbaba y temÃa la entrada por la tierra, que me quedase y tomáse cargo de los navÃos y la
gente que en ellos quedaba, y poblase si yo llegase primero que él. Yo me excusé de esto, y después de
salidos de allà aquella misma tarde, diciendo que no le parescÃa que de nadie se podÃa fiar aquello, me envió
a decir que me rogaba que tomase cargo de ello; y viendo que importunándome tanto, yo todavÃa me excu-
saba, me preguntó qué erala causa por que huÃa de aceptallo; a lo cual respondà que yo huÃa de encargarme
de aquello porque tenÃa por cierto y sabÃa que él no habÃa de ver mas los navÃos, ni los navÃos a él, y que
esto entendÃa viendo que tan sin aparejo se entraban por la tierra adentro; y que yo querÃa más aventurarme
al peligro que él y los otros se aventuraban, y pasar por lo que él y ellos pasasen, que no encargarme de los
navÃos, y dar ocasión a que se dijese que, como habÃa contradicho la entrada, me quedaba por temor, y mi
honra anduviese en disputa; y que yo querÃa más aventurar la vida que poner mi honra en esta condición.
El, viendo que conmigo no aprovechaba, rogó a otros muchos que me hablasen en elloy me lo rogasen, a
los cuales respon- dà lo mismo que a él; y asÃ, preveyó por su teniente, para que quedase en los navÃos, a un
alcalde que traÃa que se llamaba Carballo.
CAPITULO V
Cómo dejó los navÃos el gobernador
Sabado, l de mayo, el mismo dÃa que esto habÃa pasado, mandó dar a cada uno de los que habÃan de ir con
él dos libras de bizcocho y media libra de tocino, y ansà nos partimos para entrar en la tierra. La suma de
toda la genteque llevábamos era trescientos hombres; en ellos iba el comisario fray JuanSuárez, y otro fralle
que se decÃa fray Juan de Palos, y tres clérigos y los oficiales. La gente de caballo que con estos ibamos,
eramos cuarenta de caballo; y ansà anduvimos con aquel bastimento que llevábamos, quince dÃas, sin hallar
otra cosa que comer, salvo palmitos de la manera de los de AndalucÃa. En todo este tiempo no hallamos
indio ninguno, ni vimos casa ni poblado,y al cabo llegamos a un rÃo que lo pasamos con muy gran trabajo a
nado y enbalsas; detuvÃmonos un dÃa en pasarlo, que traÃa muy gran corriente. Pasados a la otra parte, salie-
ron a nosotros doscientos indios, poco más o menos;el gobernador salió a ellos, y después de haberlos
hablado por señas, ellosnos señalaron de suerte que nos hobimos de revolver con ellos, y prendimos cinco o
seis;y éstos nos llevaron a sus casas, que estaban hasta media legua de allà , en las cuales hallamos gran
cantidad de maÃz que estaba ya para cogerse, y dimos infinitas gracias a nuestro Señor por habernos soco-
rrido en tan gran necesidad, porque ciertamente, como éramos nuevos en los trabajos, allende del cansancio
que traÃamos, venÃamos muy fatigados de hambre, y a tercero dÃa que allà llegamos, nos juntamos el conta-
dor y veedor y comisario y yo, y rogamos al gobernador que enviase a buscar la mar, por ver si hallarÃamos
puerto,porque los indios decÃan que la mar no estaba muy lejos de allà . El nos respondió que no curasemos
de hablar en aquello, porque estaba muy lejos de allà ; y como yo era el que más le importunaba, dÃjome
que me fuese yo a descubrirla y que buscase puerto, y que habÃa de ir a pie con cuarenta hombres.y ansÃ,
otro dÃa yo me partà con el capitnn Alonso del Castillo, y con cuarenta hombres de su compañÃa, y asi an-
duvimos hasta hora de mediodÃa, que llegamos a unos placeles de la mar que parescÃa que entraban mucho
por latierra; anduvimos por ellos hasta legua y media con el agua hasta mitad de la pierna, pisando por
encima de estiones, de los cuales rescibimos muchas cuchilladas en los pies, y nos fueron causa de mucho
trabajo, hasta que llegamos en el rÃo que primero habÃamos atravesado, que entraba por aquel mismo ancón,
y como no lo podÃamos pasar, por el mal aparejo que para ello tenÃamos, volvimos al real, y contamos al
gobernador lo que habÃamos hallado, y cómoera menester otra vez pasar el rÃo por el mismo lugar que pri-
mero lo habÃamos pasado, para que aquel ancón se descubriese bien, y viésemos si por allà habÃa puerto; y
otro dÃa mandó a un capitán que se llamaba Valenzuela, que con setenta hombres y seis de caballo pasase el
rÃo y fuese por él abajo hasta llegar a la mar, y buscar si habÃa puerto; el cual, después de dos dÃas que allÃ
estuvo, volvió y dijo que él habÃa descubierto el ancón, y que todo era bahÃa baja hasta la rodilla, y que no
se hallaba puerto; y que habÃa visto cinco o seis canoas de indios que pasaban de una parte a otra, y que
llevaban puestos muchos penachos. Sabido esto, otro dÃa partimos de allà , yendo siempre en demanda de
aquella provincia que los indios nos habÃan dicho Apalache, llevando por guÃa los que de ellos habÃamos
tomado, y asi anduvimos hasta 17 de junio, que no hallamos indios que nos osasen esperar; y allà salió a
nosotros un señor que le traÃa un indio a cuesta, cubierto de un cuero de venado pintado: traÃa consigo mu-
cha gente, y delante de él venÃan tañendo unas flautas de caña; y asÃ, llegó do estaba el gobernador y estuvo
una hora con él, y por señasle dimos a entender que Ãbamos a Apalache, y por las que él hizo, nos paresció
que era enemigo de los de Apalache, y que nos irÃa a ayudar contra él. Nosotros le dimos cuentas y casca-
beles y otros rescates, y él dió al gobernador el cuero que traÃa cubierto; y asÃ, se volvió, y nosotros le fui-
mos siguiendo por la vÃa que él iba. Aquella noche llegamos a un rio, el cual era muy hondo y muy ancho,
y la corriente muy recia; y por no atrevernos a pasar con balsas, hecimos una canoa para ello, y estuvimos
en pasarlo un dÃa; y si los indios nos quisieran ofender, bien nos pudieran estorbar el paso, y aún con ayu-
darnos ellos, tuvimos mucho trabajo. Uno de caballo, que se decÃa Juan Velázquez, natural de Cuéllar, por
no esperar entró en el rÃo, y la corriente, comoera recia, lo derribó del caballo, y se asió a las riendas, y
ahogó a si y al caballo; y aquellos indios de aquel senor, que se llamaba Dulchanchelin, hallaron el caballo,
y nos dijeron dónde hallarÃamos a él por el rio abajo; y asi, fueron por él, y su muerte nos dió mucha pena,
porque hasta entonces ninguno nos habÃa faltado. El caballo dio de cenar a muchos aquella noche. Pasados
de allÃ, otro dÃa llegamos al pueblo de aquel señor, y allà nos envió maÃz. Aquella noche, donde iba a tomar
agua nos flecharon un cristiano, y quiso Dios queno lo hirieron. Otro dÃa nos partimos de allà sin que indio
ninguno de losnaturales paresciese, porque todos habÃan huÃdo; mas yendo nuestro camino, parescieron
indios, los cuales venÃan de guerra, y aunque nosotros los llamamos, no quisieron volver ni esperar; mas
antes se retiraron, siguiéndonos por el mismo camino que llevábamos. El gobernador dejó una celada de
algunos de a caballo en el camino, que como pasaron, salieron a ellos, y tomaron treso cuatro indios, y
éstos llevamos por guÃas de allà adelante; los cuales nos llevaron por tierra muy trabajosa de andar y mara-
villosa de ver, porque enella hay muy grandes montes y los arboles a maravilla altos, y son tantos los que
están caÃdos en el suelo, que nos embarazaban el camino, de suerte que no podÃamos pasar sin rodear mu-
cho y con muy gran trabajo; de los que no estaban caÃdos, muchos estaban hendidos desde arriba hasta
abajo, de rayos que en aquella tierra caen, donde siempre hay muy grandes tormentas y tempestades. Con
este trabajo caminamos hasta un dÃa después de San Juan, que llegamos a vistade Apalache sin que los
indios de la tierra nos sintiesen. Dimos muchas gracias a Dios por vernos tan cerca de El, creyendo que era
verdad lo que de aquella tierra nos habÃan dicho, que allà se acabarÃan los grandes trabajos que habÃamos
pasado, asà por el malo y largo camino para andar, como por la mucha hambre que habÃamos padescido;
porque aunque algunas veces hallabamos maÃz, las mas andábamos siete y ocho leguas sin toparlo; y mu-
chos habÃa entrenosotros que, allende del mucho cansancio y hambre, llevaban hechas llagas en las espal-
das, de llevar las armas a cuesta, sin otras cosas que se ofrescÃan. Mas con vernos llegados donde deseába-
mos, y donde tanto mantenimiento y oro nos habÃan dicho que habÃa, parescimos que se nos habÃa quitado
gran parte del trabajo y cansancio.
CAPITULO VI
Cómo llegamos a Apalache
Llegamos que fuimos a Apalache, el gobernador mandó que yo tomase nueve decaballo, y cincuenta peo-
nes, y entrase en el pueblo, y ansà lo acometimos el veedor y yo; y entrados, no hallamos sino mujeres y
muchachos; mas de aquÃa poco, andando nosotros por él, acudieron, y comenzaron a pelear, flechándonos,
y mataron el caballo del veedor; mas al fin huyeron y nos dejaron. Allà hallamos mucha cantidad de maÃz
que estaba ya para cogerse, y mucho seco que tenÃan encerrado. Hallámosles muchos cueros de venados, y
entre ellos algunas mantas de hllo pequeñas, y no buenas, con que las mujeres cubren algode sus personas.
TenÃan muchos vasos para moler maÃz. En el pueblo habÃa cuarenta casas pequeñas y edificadas, bajas y en
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