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EL CALDERO MÁGICO
Crónicas de Prydain/2
Lloyd Alexander
Lloyd Alexander
Título original: The Black Cauldron
Traducción: Albert Solé
© 1965 by Lloyd Alexander
© 1988 Ediciones Martínez Roca
Gran vía 774 - Barcelona
ISBN 84-270-1179-2
Edición digital: Umbriel
R6 11/02
Nota del autor
Las páginas siguientes tienen la esperanza de ser algo más que una mera continuación
a las Crónicas de Prydain. La pregunta «¿qué sucede luego» es siempre importante, y
este volumen pretende contestarla aunque sea sólo en parte. Sin embargo, El caldero
mágico debería ser considerado como una crónica por derecho propio. Aquí se revelan
ciertas cuestiones a las que previamente sólo se había hecho alusión; al mismo tiempo
que prolongaba la historia, he intentado también profundizar en ella.
Si detrás del tono alegre de este libro se encuentra una hebra más oscura, ello se debe
a que lo acontecido en él es de seria importancia, no sólo para la Tierra de Prydain sino
también para el propio Taran, Aprendiz de Porquerizo. Aunque se trate de un mundo
imaginario, Prydain no difiere esencialmente de nuestro mundo real, en el que tanto el
humor y la pena como la alegría y la tristeza guardan una estrecha relación. Las
elecciones y decisiones a las que se enfrenta un a menudo perplejo Aprendiz de
Porquerizo no son más sencillas que las que nosotros nos vemos obligados a tomar.
Incluso en un país de fantasía, crecer no está exento de cierto precio.
Los lectores que se aventuren por primera vez en este reino deberían ser advertidos
también de que el paisaje, a primera vista, puede parecer el de Gales, y que sus
habitantes quizá evoquen a los héroes de las antiguas leyendas galesas. Ésas fueron sus
raíces y su inspiración, pero el resto es una obra de la imaginación, similar a la tradición
solamente en su espíritu, no en los detalles.
Los lectores que ya hayan viajado con Taran pueden tener la certeza (y con ello no
estoy, creo yo, privándoles del placer de la sorpresa) de que Gurgi, pese a todos sus
temblores, gemidos y miedos respecto a la seguridad de su pobre y tierna cabeza,
insistirá en unirse a esta nueva aventura; al igual que el impetuoso Fflewddur Fflam y el
mohíno Dolí, del Pueblo Rubio. En cuanto a la princesa Eilonwy, Hija de Angharad..., ¡no
cabe ninguna duda al respecto!
Me he sentido feliz sabiendo que, pese a sus defectos, Taran se ha ganado algunos
fieles compañeros más allá de las fronteras de Prydain. A ellos, con afecto, dedico estas
páginas.
1 - El consejo en Caer Dallben
El otoño había llegado con demasiada rapidez. En las comarcas situadas al norte de
Prydain había ya muchos árboles sin hojas, y entre las ramas colgaban las siluetas
maltrechas de los nidos vacíos. Hacia el sur, al otro lado del Gran Avren, las colinas
protegían Caer Dallben de los vientos, pero incluso allí la pequeña granja parecía
recogerse sobre sí misma como buscando refugio.
Para Taran, el verano había terminado antes de empezar. Esa mañana Dallben le
había encargado lavar a la cerda oráculo. Si el viejo mago le hubiera mandado capturar
un gwythaint adulto, Taran habría partido alegremente en busca de una de esas feroces
criaturas aladas. Sin embargo, siendo muy otra su tarea, había llenado el cubo en el pozo
y se había dirigido, con paso lento y desganado, hacia el aprisco de Hen Wen. La cerda
blanca, que normalmente acogía con placer la perspectiva de un baño, lanzó un chillido
nervioso al verle y se dejó caer de espaldas en el barro. Taran, muy ocupado intentando
hacer que Hen Wen volviera a levantarse, no se dio cuenta de que había llegado un jinete
hasta que éste se detuvo junto a la valla.
—¡Eh, tú! ¡Porquerizo!
El jinete que le contemplaba desde lo alto de su montura era sólo algunos años mayor
que Taran. Su cabellera era de un matiz leonado y sus negros ojos parecían hundirse en
un rostro pálido y arrogante. Aunque de excelente calidad, sus ropas estaban muy
desgastadas, y llevaba la capa cuidadosamente dispuesta para ocultar entre sus pliegues
el mal estado de su atuendo. Taran notó que incluso la capa había sido minuciosamente
remendada. El jinete iba montado en una yegua esbelta y nerviosa, con el pelaje
constelado de manchas rojas y amarillas; la cabeza, larga y estrecha, tenía una expresión
tan malhumorada como la de su amo.
—Tú, porquerizo —repitió —, ¿es esto Caer Dallben?
Aunque tanto el tono como las maneras del jinete molestaron a Taran, logró dominar su
temperamento y le hizo una reverencia cortés, —Sí —le replicó, y añadió a continuación
—, pero no soy un porquerizo. Soy Taran, Aprendiz de Porquerizo.
—Un cerdo es un cerdo —dijo el forastero—, y un porquerizo es un porquerizo. Ve
corriendo y dile a tu amo que he llegado —le ordenó—. Dile que el príncipe Ellidyr, Hijo de
Pen-Llarcau...
Hen Wen decidió aprovechar la ocasión para revolcarse en otro charco de fango.
—¡Hen, basta ya! —gritó Taran, apresurándose a detenerla. —Deja a esa cerda —le
conminó Ellidyr—. ¿Acaso no me has oído? Haz lo que te he dicho, y procura ser rápido.
—¡Díselo tú mismo a Dallben! —le gritó Taran por encima del hombro, en tanto
intentaba mantener a Hen Wen lejos del fango—. ¡De lo contrario, deberás esperar a que
termine con mi trabajo!
—Vigila tus maneras —le contestó Ellidyr—, o acabarás recibiendo una buena paliza.
Taran se ruborizó. Dejando que Hen Wen hiciera lo que le viniera en gana, fue hacia la
empalizada y trepó por ella con rapidez.
—Si la recibo —le replicó impetuosamente, echando hacia atrás la cabeza y clavando
los ojos en el rostro de Ellidyr—, no serás tú quien me la dé.
Ellidyr lanzó una carcajada despectiva. Antes de que Taran pudiera saltar a un lado, la
yegua se precipitó sobre él y Ellidyr, agachándose, cogió a Taran por el cuello. Taran
agitó inútilmente los brazos y las piernas: aunque era fuerte, no logró soltarse. Sintió que
le sacudían con violencia hasta hacerle castañetear los dientes. Ellidyr lanzó su yegua al
galope y arrastró a Taran por todo el prado, para acabar finalmente arrojándole con
rudeza al suelo delante de la casa, mientras las gallinas huían en todas direcciones.
El estruendo hizo salir a Dallben y a Coll. La princesa Eilonwy abandonó a toda prisa la
cocina y apareció con el delantal alborotado y una marmita aún entre los dedos. Con un
grito de alarma, corrió hasta Taran.
Ellidyr, sin molestarse en bajar de su montura, se dirigió hacia el mago de blanca
barba.
—¿Eres Dallben? Te he traído a tu porquerizo para que su insolencia sea castigada
con unos azotes.
¡Vaya! —dijo Dallben, sin inmutarse un ápice ante la furiosa expresión de Ellidyr—. Que
sea insolente es una cosa, y que deba ser azotado es otra muy distinta. De todos modos,
no me hacen falta tus sugerencias al respecto.
¡Soy un príncipe de Pen-Llarcau! —gritó Ellidyr.
—Sí, sí, sí —le cortó Dallben agitando su mano frágil y huesuda—. Todo eso ya lo sé, y
estoy demasiado atareado para preocuparme por ello. Anda, calma la sed de tu montura y
al mismo tiempo calma un poco tu temperamento. Cuando sea necesaria tu presencia ya
se te llamará.
Ellidyr iba a contestarle, pero la firme mirada del mago le contuvo. Hizo volver grupas a
su montura y se encaminó hacia el establo.
Mientras tanto la princesa Eilonwy, ayudada por el fornido y calvo Coll, había ayudado
a Taran a levantarse.
—Muchacho, ya deberías saber que no es bueno andar peleándose con los forasteros
—le dijo Coll con aire bonachón.
—Eso es muy cierto —añadió Eilonwy—. Especialmente si ellos van a caballo y tú a
pie.
—La próxima vez que le encuentre... —empezó a decir Taran.
—La próxima vez que le encuentres —dijo Dallben—, por lo menos tú actuarás con
toda la cortesía y dignidad que te sean posibles...; aunque debo admitir que seguramente
no podrás disponer de ambas cosas en gran cantidad, deberás arreglártelas como
puedas. Ahora, vete. La princesa Eilonwy puede contribuir a que tengas un aspecto algo
más presentable que el actual.
Con el ánimo por los suelos, Taran siguió a la muchacha de dorada cabellera hasta la
cocina. Aún se encontraba algo dolorido, más por las palabras de Ellidyr que por el
revolcón; y no le complacía en absoluto que Eilonwy le hubiera visto derrumbado a los
pies del arrogante príncipe.
—¿Cómo ocurrió todo? —le preguntó Eilonwy, mientras tomaba un trapo húmedo y lo
pasaba por el rostro de Taran.
Taran no le respondió y, aunque de mala gana, se sometió a sus cuidados.
Antes de que Eilonwy hubiera terminado, una figura peluda cubierta de ramitas y hojas
apareció en la ventana y saltó con gran agilidad sobre el alféizar.
—¡Tristeza y desolación! —gimió el ser, acercándose presuroso a Taran —. ¡Gurgi ve
ya las palizas y los golpes del poderoso señor! ¡Mi pobre y buen amo! Gurgi siente pena
por él... ¡Pero hay noticias! —añadió Gurgi a toda prisa—. ¡Buenas noticias! ¡Gurgi ve
también acercarse a la carrera al más poderoso de los príncipes! Sí, sí, ya se acerca a
todo galope, montado sobre un caballo blanco, con una espada negra. ¡Oh, qué alegría!
—¿Qué es eso? —preguntó Taran —. ¿Te refieres al príncipe Gwydion? No puede
ser...
—Sí puede ser —dijo una voz a su espalda.
En el umbral estaba Gwydion.
Con un grito de asombro, Taran corrió hacia él y le estrechó la mano. Eilonwy rodeó
con los brazos la alta figura del guerrero, en tanto que Gurgi daba alegres patadas en el
suelo. Cuando Taran le vio por última vez, Gwydion iba ataviado como un príncipe de la
casa real de Don; ahora, sin embargo, iba vestido con sencillez: una capa gris con
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