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Alejandro Dumas
Los tres mosqueteros
Indice
I. Prefacio
I. Los tres presentes del señor D'Artagnan padre
II. La antecámara del señor de Tréville
III. La audiencia
IV. El hombro de Athos, el tahalÃde Porthos y el pañuelo de Aramis
V. Los mosqueteros del rey y los guardias del señor cardenal
VI. Su majestad el rey Luis XIII
VII. Los mosqueteros por dentro
VIII. Una intriga de corte
IX. D'Artagnan se perfila
X. Una ratonera en el siglo XVII
XI. La intriga se anuda
XII. Georges Villiers, duque de Buckingham
XIII. El señor Bonacieux
XIV. El hombre de Meung
XV. Gentes de toga y gentes de espada
XVI. Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de una vez la campana para tocarla como
lo hacÃa antaño
XVII. El matrimonio Bonacieux
XVIII. El amante y el marido
XIX. Plan de campaña
XX. El viaje
XXI. La condesa de Winter
XXII. El ballet de la Merlaison
XXIII. La cita
XXIV. El pabellón
XXV. Porthos
XXVI. La tesis de Aramis
XXVII. La mujer de Athos
XXVIII. El regreso
XXIX. La caza del equipo
XXX. Milady
XXXI. Ingleses y franceses
XXXII. Una cena de procurador
XXXIII. Doncella y señora
XXXIV. Donde se trata del equipo deAramis y de Porthos.
XXXV. De noche todos los gatos son pardos
XXXVI. Sueño de venganza
XXXVII. El secreto de Milady
XXXVIII. Cómo, sin molestarse, Athos encontró su equipo
XXXIX. Una visión
XL. El cardenal
XLI. El sitio de la Rochelle .
XLII . El vino de Anjou . .
XLIII. El albergue del Colombier-Rouge .
XLIV. De la utilidad de los tubos de estufa
XLV. Escena conyugal
XLVI. El bastión Saint-Gervais
XLVII. El consejo de los mosqueteros
XLVIII. Asunto de familia
XLIX. Fatalidad
L. Charla de un hermano con su hermana
LI. Oficial
LII. Primera jornada de cautividad
LIII. Segunda jornada de cautividad
LIV. Tercera jornada de cautividad
LV. Cuarta jornada de cautividad
LVI. Un recurso de tragedia clásica
LVII. Evasión
LVIII. Lo que pasó en Portsmouth el 23de agosto de 1628
LIX. En Francis
LX. El convento de las Carmelitas de Béthune
LXI. Dos variedades de demonios
LXII. Gota de agua
LXIII. El hombre de la capa roja
LXIV. El juicio
LXV. La ejecución
LXVI. Conclusión
LXVII. EpÃlogo
Prefacio
EN EL QUE SE RACE CONSTAR QUE,
PESE A SUS NOMBRES EN «OS» Y EN «IS»,
LOS HEROES DE LA HISTORIA QUE VAMOS
A TENER EL HONOR DE CONTAR
A NUESTROS LECTORES
NO TIENEN NADA DE MITOLOGICO
Hace aproximadamente un año, cuando hacÃa investigaciones en la Biblioteca Real para mi
historia de Luis XIV, di por casualidad con las Memorias del señor D'Artagnan, impresas -como la
mayorÃa de las obras de esa época, en que los autores pretendÃan decir la verdad sin ir a darse
una vuelta más o menos larga por la Bastilla- en Amsterdam, por el editor Pierre Rouge. El tÃtulo
me sedujo: las llevé a mi casa, con el permiso del señor bibliotecario por supuesto, y las devoré.
No es mi intención hacer aquà un análisis de esa curiosa obra, y me contentaré con remitir a
ella a aquellos lectores mÃos que aprecien los cuadros de época. Encontrarán ahà retratos
esbozados de mano maestra; y aunque esos bocetos estén, la mayorÃa de las veces, trazados
sobre puertas de cuartel y sobre paredes de taberna, no dejarán de reconocer, con tanto
parecido como en la historia del señor Anquetil, las imágenes de Luis XIII, de Ana de Austria, de
Richelieu, de Mazarino y de la mayorÃa de los cortesanos de la época.
Mas, como se sabe, lo que sorprende el espÃritu caprichoso del poeta no siempre es lo que
impresiona a la masa de lectores. Ahora bien, al admirar, como los demás admirarán sin duda,
los detalles que hemos señalado, lo que más nos preocupó fue una cosa a la que, por supuesto,
nadie antes que nosotros habÃa prestado la menor atención.
D'Artagnan cuenta que, en su primera visita al señor de Tréville, capitán de los mosqueteros
del rey, encontró en su antecámara a tres jóvenes que servÃan en el ilustre cuerpo en el que él
solicitaba el honor de ser recibido, y que tenÃan por nombre los de Athos, Porthos y Aramis.
Confesamos que estos tres nombres extranjeros nos sorprendieron, y al punto nos vino a la
mente que no eran más que seudónimos con ayuda de los cuales D'Artagnan habÃa disimulado
nombres tal vez ilustres, si es que los portadores de esos nombres prestados no los habÃan
escogido ellos mismos el dÃa en que, por capricho, por descontento o por falta de fortuna, se
habÃan endosado la simple casaca de mosquetero.
Desde ese momento no tuvimos reposo hasta encontrar, en las obras coetáneas, una huella
cualquiera de esos nombres extraordinarios que tan vivamente habÃan despertado nuestra
curiosidad.
Sólo el catálogo de los libros que leÃmos para llegar a esa meta llenarÃa un folletón entero cosa
que quizá fuera muy instructiva, pero a todas luces poco divertida para nuestros lectores. Nos
contentaremos, pues, con decirles que en el momento en que, desalentados de tantas
investigaciones infructuosas, Ibamos a abandonar nuestra búsqueda, encontramos por fin,
guiados por los consejos de nuestro ilustre y sabio amigo Paulin Paris, un manuscrito in-folio, con
la signatura núm. 4772 ó 4773, no lo recordamos exactamente, titulado asÃ:
Memorias del señor conde de la Fère, referentes a algunos de los sucesos que pasaron en
Francia hacia finales del reinado del rey Luis Xlll y el comienzo del reinado del rey Luis XIV.
AdivÃnese si fue grande nuestra alegrÃa cuando, al hojear el manuscrito, última esperanza
nuestra, encontramos en la vigésima página el nombre de Athos, en la vigésima séptima el
nombre de Porthos y en la trigésima primera el nombre de Aramis.
El descubrimiento de un manuscrito completamente desconocido, en una época en que la
ciencia histórica es impulsada a tan alto grado, nos pareció casi milagroso. Por eso nos
apresuramos a solicitar permiso para hacerlo imprimir con objeto de presentarnos un dÃa con el
bagaje de otros a la Academia de inscripciones y bellas letras, si es que no conseguimos, cosa
muy probable, entrar en la Academia francesa con nuestro propio bagaje. Debemos decir que
ese permiso nos fue graciosamente otorgado; lo que consignamos aquà para desmentir pú-
blicamente a los malévolos que pretenden que vivimos bajo un gobierno más bien poco dispuesto
con los literatos.
Ahora bien, lo que hoy ofrecemos a nuestros lectores es la primera parte de ese manuscrito,
restituyéndole el tÃtulo que le conviene, comprometiéndonos a publicar inmediatamente la
segunda si, como esta mos seguros, esta primera parte obtiene el éxito que merece.
Mientras tanto, como el padrino es un segundo padre, invitamos al lector a echar la culpa de su
placer o de su aburrimiento a nosotros y no al conde de La Fère.
Sentado esto, pasemos a nuestra historia.
CapÃtulo 1
Los tres presentes del señor D'Artagnan padre
El primer lunes del mes de abril de 1625, el burgo de Meung, donde nació el autor del Roman
de la Rose, parecÃa estar en una revolución tan completa como si los hugonotes hubieran venido
a hacer de ella una segunda Rochelle. Muchos burgueses, al ver huir a las mujeres por la calle
Mayor, al oÃr gritar a los niños en el umbral de las puertas, se apresuraban a endosarse la coraza
y, respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigÃan hacia la
hosterÃa del
Franc Meunier,
ante la cual bullÃa, creciendo de minuto en minuto, un grupo
compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.
En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos dÃas pasaban sin que una aldea a otra
registrara en sus archivos algún acontecimiento de ese género. Estaban los señores que
guerreaban entre sÃ; estaba el rey que hacÃa la guerra al cardenal; estaba el Español que hacÃa la
guerra al rey. Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban
los ladrones, los mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos que hacÃan la guerra a todo el
mundo. Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los
lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey, pero
nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este hábito adquirido resulta, pues, que el
susodicho primer lunes del mes de abril de 1625, los burgueses, al oÃr el barullo y no ver ni el
banderÃn amarillo y rojo ni la librea del duque de Richelieu, se precipitaron hacia la hosterÃa del
Franc Meunier.
Llegados allÃ, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel jaleo.
Un joven..., pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho
años, un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de
lana cuyo color azul se habÃa transformado en un matiz impreciso de heces y de azul celeste.
Cara larga y atezada; el pómulo de las mejillas saliente, signo de astucia; los músculos maxilares
enormente desarrollados, Ãndice infalible por el que se reconocÃa al gascón, incluso sin boina, y
nuestro joven llevaba una boina adornada con una especie de pluma; los ojos abiertos a
inteligentes; la nariz ganchuda, pero finamente diseñada; demasiado grande para ser un
adolescente, demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco acostumbrado le habrÃa
tomado por un hijo de aparcero de viaje, de no ser por su larga espada que, prendida de un
tahalà de piel, golpeaba las pantorrillas de su propietario cuando estaba de pie, y el pelo erizado
de su montura cuando estaba a caballo.
Porque nuestro joven tenÃa montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era una
jaca del Béam, de doce á catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin
gabarros en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual volvÃa
inútil la aplicación de la martingala, hacÃa pese a todo sus ocho leguas diarias. Por desgracia, las
cualidades de este caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte
incongruente que, en una época en que todo el mundo entendÃa de caballos, la aparición de la
susodicha jaca en Meung, donde habÃa entrado hacÃa un cuarto de hora más o menos por la
puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutió sobre su caballero.
Y esa sensación habÃa sido tanto más penosa para el joven D'Artagnan (asà se llamaba el don
Quijote de este nuevo Rocinante) cuanto que no se le ocultaba el lado ridÃculo que le prestaba,
por buen caballero que fuese, semejante montura; también él habÃa lanzado un fuerte suspiro al
aceptar el regalo que le habÃa hecho el señor D'Artagnan padre. No ignoraba que una bestia
semejante valÃa por lo menos veinte libras; cierto que las palabras con que el presente vino
acompañado no tenÃan precio.
-Hijo mÃo -habÃa dicho el gentilhombre gascón en ese puro
patois
de Béam del que jamás habÃa
podido desembarazarse Enrique IV-, hijo mÃo, este caballo ha nacido en la casa de vuestro padre,
tendrá pronto trece años, y ha permanecido aquà todo ese tiempo, lo que debe llevaros a amarlo.
No lo vendáis jamás, dejadle morir tranquila y honorablemente de viejo; y si hacéis campaña con
él, cuidadlo como cuidarÃais a un viejo servidor. En la corte -continuó el señor D'Arta gnan padre-,
si es que tenéis el honor de ir a ella, honor al que por lo demás os da derecho vuestra antigua
nobleza, mantened dignamente vuestro nombre de gentilhombre, que ha sido dignamente
llevado por vuestros antepasados desde hace más de quinientos años. Por vos y por los vuestros
(por los vuestros entiendo vuestros parientes y amigos) no soportéis nunca nada salvo del señor
cardenal y del rey. Por el valor, entendedlo bien, sólo por el valor se labra hoy dÃa un gentil-
hombre su camino. Quien tiembla un segundo deja escapar quizá el cebo que precisamente
durante ese segundo la fortuna le tendÃa. Sois joven, debéis ser valiente por dos razones: la
primera, porque sois gascón, y la segunda porque sois hijo mÃo. No temáis las ocasiones y bus-
cad las aventuras. Os he hecho aprender a manejar la espada; tenéis un jarrete de hierro, un
puño de acero; batÃos por cualquier motivo; batÃos, tanto más cuanto que están prohibidos los
duelos, y por consiguiente hay dos veces valor al batirse. No tengo, hijo mÃo, más que quince
escudos que daros, mi caballo y los consejos que acabáis de oÃr. Vuestra madre añadirá la receta
de cierto bálsamo que supo de una gitana y que tiene una virtud milagrosa para curar cualquier
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